PICHIS, RASTRILLOS Y EL MIEDO FÁCIL
- Alberto Colombo
- 8 nov 2018
- 6 Min. de lectura

El incremento de la criminalidad, la aparición de nuevas formas de delincuencia (y algunas más violentas), la “realidad” transmitida por los medios de comunicación de presunta impunidad del delito, han acrecentado la inconformidad de la sociedad sobre la seguridad pública, convertida en uno de los temas principales de debate.
Esta sociedad ya sólo produce acontecimientos inseguros, cuya elucidación es improbable. Y la expansión repentina de las técnicas de información, unida a la incertidumbre del saber que circula por ellas. La revolución contemporánea es la de la incertidumbre. Nos cuesta aceptarlo. Y la paradoja está en que confiamos escapar a ello con más información y comunicación, agravando con ello la relación de incertidumbre. Apasionante fuga hacia adelante.
Los mass media modernos poseen en sí mismos una fuerza viral y su virulencia es contagiosa. Nos hallamos en una cultura de la irradiación de los cuerpos y de las mentes por imágenes, y si esta cultura produce los más diversos efectos, ¿cómo sorprenderse que produzca los virus que engedren una mayor violencia? Se efectúa de manera endémica e incesante en la irradiación de las imágenes, de los signos, de los programas, de las redes. Estamos mimados (o contaminados…) en materia de acontecimientos, de esta especie de intempestivos desencadenamientos intercontinentales que ya no afectan a Estados, individuos o instituciones, sino a enteras estructuras transversales: el sexo, el dinero, la información y la comunicación.
La seguridad pública es un factor de atención que ha establecido procesos de política pública que van desde la implementación de acciones policiales de “cero tolerancia” (el ejemplo del chanta norteamericano de Giuliani, por ejemplo) hasta la utilización de cuerpos de seguridad como los militares (la ilusoria y falsa solución populista que suele esgrimirse), con las negativas consecuencias que ello ha acarreado.
Como consecuencia, el miedo se ha instalado en la sociedad, ante la constante promoción de la percepción de la inseguridad y de ser posibles víctimas del crimen, lo cual genera emociones perturbadoras, como la angustia, la ansiedad y el miedo, ya señalado, entre otras más que provocan trastornos de personalidad, construyendo una experiencia subjetiva atrapada en sus fantasmas-
Y ante este temor generalizado al delito, afecta a las personas, cambiando sus formas de vida y surgen estereotipos nocivos, desde la alienación, como responsabilizar de su situación de inseguridad a los marginados (“pichis”, “rastrillos”, “pastabaseros”), estigmatizando y culpabilizando a los más desprotegidos, agrediéndolos desde la discriminación. Es decir, ejerciendo violencia sobre quienes son más vulnerables. Porque el miedo se asoció con una mayor intolerancia a la desigualdad extrema, a los grupos o personas que viven en ciertos barrios, asentamientos irregulares urbanos, desocupados, jóvenes. Esto lleva a la fragmentación y pérdida de cohesión en la sociedad. Esta vez, los reproches provienen de la generalizada apología del “no ser como otros”, del “derecho a desatender la norma”. En cuanto a la percepción de miedo en la calle está estrechamente asociada con las percepciones de otras personas ocupan ese espacio y que lo controlan. El miedo se asocia al desorden, y es por esa razón que los indigentes en la calle pueden ser visualizados como señales que manifiestan la falta de control en el espacio público.
Lo anterior conlleva a criminalizar a la gente en situación de calle, a los limpiaparabrisas, cuidacoches y a las trabajadoras sexuales y otros grupos vulnerables, en lugar de solucionar el problema social por la falta de aplicación de políticas públicas integrales en las cuales se procure mejorar las condiciones de vida. Esto puede promover el deterioro comunitario, quebrando la sociedad, estratificándola, desde el miedo como agente catalizador que transforma conductas que pueden ser muy nocivas para la vida comunitaria, perjudicando la necesaria convivencia social: se destruyen comunidades porque los que viven así tienen miedo de otra gente y no se genera vinculación social ni intercambio ni redes ciudadanas, o sea, el relacionamiento.
Se construyen entonces los imaginarios sociales de espacios de tensión que suelen ser expresados en medios de comunicación, redes sociales, etc., por y para, las y los ciudadanos como espacios de miedo y terror, producto de la inseguridad y que permite la realización de prácticas sociales de miedos expresados en un temor al otro. El dolor de la discriminación, del ninguneo.
El incremento en la inmigración y el desempleo, son factores que el discurso xenófobo ya comienza a verbalizarse en nuestro país. Acá también está presente la inseguridad pero de índole social, se expresa como miedo (por competencia en el trabajo, por agresión a la identidad nacional, todos infundados) pero también para aprovecharse económicamente de la situación (menores salarios, mayores costos de las viviendas). Y también son pobres.
En este sentido, el "discurso de los derechos" es moral y políticamente correcto, pero su relación con las prácticas concretas puede no ser correspondido. En base a dicho discurso, se sostiene que las políticas públicas no deberían reposar ni en el asistencialismo, ni en el paternalismo, sino en el cumplimiento de los derechos de las personas. El plano más preciso y universal de este discurso se refiere a los niños y adolescentes, pero que no ha logrado aún hacerse carne en las prácticas de los propios técnicos que lo enarbolan, las cuales siguen siendo en buena medida asistencialistas y tutelares. Sin embargo, fuera de los agentes de las políticas sociales y sanitarias, los agentes de la violencia estatal suelen responder, más que a discursos de derechos, a prácticas que, ancladas en la larga duración, han castigado los cuerpos y el honor de los pobres.
Son las violencias institucionales las que consolidan los estigmas: el paso por el sistema carcelario, también por instituciones como INISA, INAU, el ser detenidos cotidianamente por la policía, aunque no hayan cometido delito, y el pasaje por la situación de calle sirven a la consolidación de los estigmas, que, para el caso uruguayo, se hacen emblema con el término “pichi”. Este término denigrante, usado por funcionarios públicos de alto nivel (p.ej., una ex diputada y actual Intendenta) es usado como sinónimo de delincuente y, en la jerga popular, como sinónimo de pobre.
El Estado uruguayo destina instrumentos de protección social, mediante formas neoliberales de gubernamentalidad: el castigo estatal, sea legal o no, ofrece para la protección de los más precarios a técnicos que operan en condiciones también precarias. Así, las políticas "civilizatorias" se mantienen en la línea de castigar a los pichis (caso Ley de Faltas, por ejemplo). La continua violencia concreta que atraviesa las trayectorias de esas personas estigmatizadas, tanto dentro de lugares de reclusión como en la calle.
Proporcionar seguridad dentro del marco de respeto a los derechos fundamentales debe ser uno de los principales objetivos del Estado, pero para ello es necesario implementar diversas acciones y estrategias. En este sentido, el derecho penal ha jugado un papel fundamental. En el ámbito de la seguridad pública, se puede afirmar que no todas las políticas públicas en esta materia protegen los derechos humanos, sino que, por el contrario, muchas se basan en aplicar políticas que los violentan. No es que “se defienden solo los Derechos Humanos de los delincuentes”, porque los derechos son de todos, no de un sector o alguien: o son para todos o simplemente no existen. Eso ya lo deberíamos haber aprendido.
La realidad policial está plagada de una serie de prácticas difusas, como formas de detención que en la mayoría de los casos irrumpen en la ilegalidad, violentando el derecho a la libertad personal porque no se respetan las garantías de su debido ejercicio. Pero luego acusan al sistema judicial que los dejan libres, cuando lo cierto es que el cuerpo policial no ha actuado correctamente, ya sea porque no aportó las pruebas necesarias o por haber tenido un procedimiento contrario a derecho.
Legitimar la violación a los derechos humanos y la política represiva (por ejemplo: mayor penalidad y menor edad penal), es “echarle nafta al fuego”, puesto que habilitar la “acción preventiva” (cacheos, redadas, puestos de control, detenciones arbitrarias, abuso de autoridad y torturas) y al libre albedrío de las fuerzas represivas solo logra que las bandas criminales que negocian con estas, son las que podrán continuar con su accionar y a las otras, les costará un poco más. Luego inocentes y/o delincuentes de menor cuantía pasarán a ocupar las cárceles para justificar su “probidad en el aporte a la seguridad pública”.
Cuando hoy en día se habla insistentemente de una creciente “militarización” de la seguridad pública, las razones que han conducido a la misma pueden estar influenciadas por el actual sistema económico que impera en el mundo: el neoliberalismo. Este ha acentuado las desigualdades sociales, y para controlar los posibles desórdenes que éstas provocan se recurre a controles militares, que tienen experiencia en ello.
Exponer a los civiles a los operativos de seguridad pública militarizados, de por sí implica una falta de respeto, desprotección y carente de garantía de nuestros derechos fundamentales. Porque en el actuar de las Fuerzas Armadas es difícil que no sucedan abusos tales como el uso excesivo de la fuerza, la tortura o tratos inhumanos, detenciones arbitrarias y violaciones a las garantías judiciales. Es lo que pasa donde se ha implementado (México, Brasil, la frontera Colombia-Ecuador) y así fue en nuestro país también.
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